No me llevo muy bien con los himnos y las banderas. Me remiten a milicos, nacionalidad impostada y nuevas derechas, pero me vengo amigando con esos símbolos del estado nación que, así como concepto, tampoco me genera mucho apego. Me vine a vivir a Montevideo hace 18 años sin sensación de desarraigo, llegué por motivos afectivos y me quedé porque me sentí en casa. Medio en broma medio en serio, repito que hubiera notado más el cambio si me mudaba a Córdoba, mientras me reconozco en una filiación rioplatense. Pero siempre me sentí muy cerca de todo lo que pasaba allá. Viajo a cada rato –allí se encuentra gran parte de mi mundo afectivo-familiar—pero ahora siento que tal vez mi principal arraigo se encuentre en la política, en cómo me afecta la política argentina. Y en mi último viaje esa sensación se intensificó.

El 25 de mayo llegué y me fui de la plaza llena de emociones y reverberaciones. La lluvia, los paraguas, la multitud: el árbol me tapaba el bosque y más que ver o entrever, escuché y vibré por los sonidos y los ecos. La voz de Cristina llegaba doble, con cierto énfasis. La plaza sonaba fuerte y en distintos planos y en eso estaba cuando me acordé de los ruidos de la marcha del 20 de mayo en Montevideo. El día de los detenidos desaparecidos uruguayos se conmemora con una marcha del silencio. Las largas cuadras de la avenida 18 de julio parecen eternas. El silencio se respeta, las pocas palabras se murmuran, se escuchan los pasos, se escucha hasta el viento. Al llegar a destino se nombran a todxs lxs desaparecidxs y ante cada nombre decimos presente. Esta letanía es muy extraña, porque esta marcha casi no cuenta con amplificación, y en los últimos tramos se adivinan los nombres, se repiten, llegan los sonidos desfasados, se sienten como ecos. Esas voces luego se unen cuando se finaliza con el himno. Me sobrecoge esta marcha, me conmueve, pero también me agobia, al final siento que casi ni respiro. La clausura no otorga alivio, el himno local me suena ajeno y la propia práctica de cantarlo me genera cierta incomodidad. La experiencia extraña del himno queda matizada por los relatos conocidos de la apropiación de sentidos durante la dictadura, cuando el grito de tiranos temblad se vivía como un acto de resistencia. Pero este año algo cambió y canté bajito con mi hija al lado que me ayudaba con todas las estrofas que no logro aprender y levanté la voz y el puño cuando correspondía. Por muchos motivos que no vienen a cuento se sintió como una marcha especial, pero en los balances posteriores volvía a emerger otra marcha que a todxs nos quedó grabada, la de la lluvia intensa y los paraguas. Qué épica la de la lluvia!

Mientras me voy acostumbrando a esa marcha sobria sigo extrañando el bochinche, el descontrol, la coreografía festiva, el goce del aliento y de la protesta, los desbordes de la militancia en la calle del sentir nacional y popular de mi madre patria. De ese paisaje sonoro-visual-corporal, en esta ocasión me llamó la atención algo inesperado, que también me hizo acordar a la marcha uruguaya que acaba de vivir. Empezó a hablar ella y se hizo silencio, solo interrumpido en los momentos en los que el canto se volvía diálogo. Había escuchado los discursos de Cristina con la distancia del registro y esta experiencia compartida del silencio atento me conmovió. Pero ya estaba conmovida desde antes, y también con sorpresa: fue el himno que en esa orilla también sonó distinto y que también supe cantar, con palabras que sonaban nuevas. Cantado un 25 de mayo, en la plaza de mayo, en otra jornada histórica, los laureles por los que hay que salir a pelear son los de la década ganada, la libertad, ante el FMI, y la gloria festiva, la de la gente en la calle con otros ecos de triunfo.

De regreso, cruzando el río, repasé esos momentos del silencio en la plaza, de propuestas de liberación y felicidad, de la multitud empapada escuchando una larga clase de economía política y participando del proyecto colectivo. La sensación que prevalece al final es el orgullo por sentirme parte del gran pueblo argentino y que la patria es siempre el otro.

Por Mariana Amieva

Docente e historiadora

Fotografía: M.A.F.I.A

Deja un comentario